“Yo no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara”
decía La Quintrala, y su frase pasó a la historia como símbolo de su crueldad y poder.
Apenas comenzaba el siglo XVII, el actual territorio de Chile se encontraba azotado por constantes luchas internas. Desde el Virreinato de Lima y con la colaboración de los jesuitas se intentaba sofocar las sublevaciones de los aborígenes araucanos.
Santiago de la Nueva Extremadura contaba por entonces unos pocos miles de habitantes –en su mayoría mestizos, esclavos e indios- que servían a las familias españolas y criollas.
Los poderosos Lísperguer, emparentados a la más alta aristocracia de Santiago y Lima y propietarios de enormes extensiones de tierras, constituyen un ejemplo fundacional y en su seno nació uno de los personajes más llamativos y enigmáticos de la época colonial: LA QUINTRALA.
Catalina de los Ríos y Lísperguer era muy hermosa. Alta, de ojos verdes y cabello rojo como el muérdago quintral. De ahí su apodo: La Quintrala.
Había nacido hacia 1604. Era la hija de uno de los hombres más odiados de Santiago: Don Gonzalo de los Ríos y Encio y de doña Catalina Lísperguer y Flores.
La historia de Catalina y su familia permaneció durante más de dos siglos en la oscuridad, hasta que en 1877, el historiador Benjamín Vicuña Mackenna, sacó a la luz la verdad acerca de esta “vampiresa colonial”.
Se sabe poco acerca de la educación de Catalina, pero consta en su testamento que no sabía leer. Al parecer, la abuela y después su madre, ambas homicidas, le enseñaron el oficio. Abuelita había asesinado a su esposo y era experta en sortilegios y pactos diabólicos, mientras que la mamá de La Quintrala fue acusada del intento de asesinato del Gobernador Ribera y de haber muerto con azotes a una hijastra.
Nuestra joven, impetuosa, precoz y autoritaria Catalina entró a la historia acusada por una larga cadena de crímenes y torturas que cometió con una impunidad asombrosa.
Cuando apenas tenía 18 años fue acusada de asesinar a su padre con un pollo envenenado que le sirvió en su lecho de enfermo. A partir de allí, los casos de impudicia y ferocidad se sucedieron con espectacularidad. Gozaba al maltratar y torturar los esclavos e indios en su Finca de La Ligua, y sus amantes ocasionales desaparecían misteriosamente después de cortas relaciones.
Cuentan que La Quintrala habría sido culpable de la muerte de un encumbrado caballero de la Orden de Malta, a quien invitara a su lecho, donde lo asesinó. Y fue un esclavo suyo quien terminó acusado del crimen y ahorcado en la plaza de Santiago.
En otra ocasión quiso matar al vicario general del obispado- corriéndolo con un cuchillo- porque el buen hombre procuraba impedir sus liviandades.
Catalina era amada y deseada por los hombres, pero también odiada y resistida. Pese a las continuas denuncias, jamás recibía castigo alguno, siendo pródiga entre jueces y letrados, además de contar con numerosa parentela en cargos importantes.
Para poner a raya a su nieta, su abuela y tutora la casó con Don Alonso Campo Frío Carvajal, pero el supuesto “esposo y domador”, había contraído nupcias por la fabulosa dote, y fue hasta su muerte, cómplice de las crueldades de su mujer.
La Quintrala libre y poderosa, recorría sus inmensas propiedades montada a caballo, y daba rienda suelta a sus sádicas costumbres, matando y torturando a su servidumbre. Generalmente los duros castigos causaban la muerte de los indios desdichados y esclavos, que cuando pretendían huir, eran “cazados” nuevamente por el mayordomo de la mujer.
Siguió viviendo en su hacienda, pero al parecer sus perversas costumbres se sosegaron antes de su muerte. En 1665 y a los 59 años, Catalina de los Ríos y Lísperguer falleció. En su testamento había establecido que su inmensa fortuna fuera legada en beneficio de su alma, para que fuera rescatada del purgatorio. Dispuso 20 mil pesos para que se rezaran 20 mil misas y generosamente estipuló que unas 500 misas, fueran para las almas de los indígenas que habían muerto por sus malos tratos. Todo un gesto.
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