Había una vez…dos
mujeres que conquistaron el mundo, su propio mundo.
Sin dinero, pero con mucha ambición,
Elizabeth Arden y Helena Rubinstein construyeron imperios multimillonarios, en
una época en que maquillarse era más que lujurioso.
Ambas hicieron de la belleza una
necesidad primaria. Nacieron en la misma época y se parecían, en las miradas
desafiantes, en la vitalidad, en una capacidad de trabajo extraordinaria.
Durante seis décadas combatieron como
verdaderas gladiadoras, aunque nunca se conocieron. Rivales en temperamento y
en cremas, sólo se vieron una vez… y
desde lejos, pero el odio entre ambas era a muerte.
Ambas llegaron a New York en la primera década del siglo XX y venían, según Lindy Woodhead (1) de ambientes donde “un baño era un lujo del sábado por la noche para ir a la iglesia el domingo” y el cabello se lavaba, con suerte, una vez al mes.
De la polaca Helena Rubinstein se dice que era mentirosa, mandona, tiránica, avara y obsesiva. Y a Elizabeth Arden, la canadiense, la trataron de hipocondríaca, paranoica, cleptómana y violenta con los empleados. Lo indudable es que las Rivales consiguieron el poder en una época en que las mujeres no eran respetadas y construyeron sus negocios globales en el seno de una sociedad machista.
Nunca maquillaron su animadversión y mientras sus salones se extendían por el mundo –París, Londres, Milán, Toronto- también crecía la obsesión por derrotar a la rival y hasta se robaban a los mejores empleados.
Ambas inventaron todo, aún hoy no
existe producto en el mercado sin relación con alguna de las dos, como los
maquillajes a prueba de agua o los productos con protección solar.
Elizabeth y Helena se casaron y divorciaron dos veces, pero ningún hombre fue tan importante para ellas como el trabajo. Estas rivales dejaron a sus respectivas sobrinas, 500 y 100 millones de dólares… y sus amadas empresas que manejaron hasta el último día de sus vidas.
Por su parte y a la tumba, las bravas mujeres se llevaron una profunda soledad, esa que encontraron en la cima del mundo.