“Hoc tumulo dormit Lucretia nomine, sed re Thais, Alexandri filia, sponsa, nurus.”
(“En esta tumba yace Lucrecia, a quien mejor sentaría el nombre de Tais, ya que fue la hija, la esposa y la nuera de Alejandro VI”) Este terrible epitafio fue redactado por el humanista Sannazzaro, dando por cierta la acusación de incesto que pesaba sobre la hija del Papa.
Lucrecia
Borgia nació un 18 de abril de 1480 y era hija de Rodrigo Borgia, el poderosísimo
renacentista valenciano, más tarde Alejandro VI, y de Vanozza Cattanei, la más
amada de sus amantes. Y por supuesto, también era hermana de “El Príncipe”
César Borgia.
El papá la casó a los trece años con Giovanni Sforza y cuatro años más tarde disolvió el matrimonio por la supuesta impotencia del marido. Por ese tiempo y mientras esperaba la conclusión de su divorcio detrás de los muros del Convento de San Sisto, la bella Lucrecia se enamoró de un joven camarero español apodado Perotto. En los jardines floridos y los aposentos de honor del convento, los jóvenes imprudentes se dedicaron a amarse, olvidando que Lucrecia era hija de su papá que era Papa, y una rehén mantenida en reserva y destinada a servir los intereses de la familia. Lucrecia quedó embarazada un mes antes de la anulación de su matrimonio.
El 15
de marzo de 1498 un anónimo que hace eco en todo el mundo, anuncia “Se asegura
que la hija del papa ha dado a luz”. La familia Borgia rodea a la parturienta,
se cierra a todo comentario y el cuerpo sin vida de Perotto aparece en el
Tíber.
Recién tres
años más tarde y dos bulas papales mediante, el hijo de Lucrecia es legitimado, se le asegura una renta y hasta se le otorga un nombre: Juan.
Pocas
situaciones aplican tan bien la vieja frase “No aclare porque oscurece” y es
que el afán de César Borgia y Alejandro VI por ocultar el origen del “niño
romano” les agregó manchas a los dos tigres y una lapidaria acusación hacia la
joven muchacha.
Era imposible legitimar a un bastardo de Lucrecia. Y para esquivar las leyes canónicas y la ambición de César, al Papa se le ocurrió reconocer que el niño “era hijo de César y una mujer no casada”, tal como figuraba en la primera bula, la única que se hizo pública.
Pero
esta solución tenía una desventaja, no aseguraba al pequeño Juan el disfrute
del Ducado de Nepi, que Alejandro VI le había regalado.
El Papa
entonces expide una segunda bula, destinada a permanecer en secreto, y “reconocía”
que el niño en realidad…era “hijo del Papa”. De esta forma el Ducado era una
propiedad tan indiscutible como las que beneficiaban por donación pontificia a
César y a la propia Lucrecia.
Cuando se conocieron las dos bulas se extrajeron varias conclusiones, porque de acuerdo a estos documentos el “niño romano” o bien era hijo de Lucrecia y César, ó bien el hijo de Lucrecia y el Papa, aunque en ninguna parte existía una palabra acerca de la maternidad de Lucrecia.
A partir de ese momento, la acusación de incesto adquirió inusitado vigor, por los poetas y cronistas del Renacimiento hostiles a los Borgia, así como por los poetas románticos.
Aún en el siglo XX un escritor, Giovanni Portigliotti, llegó a suponer que Lucrecia había exigido que se establecieran dos bulas, porque ignoraba de quién de sus dos amantes –padre ó hermano –era hijo su niño.
En el Vaticano, y luego en el palacio de Santa Maria en Porticu, Lucrecia conoce –en secreto- los gozos de la maternidad.
La vida
le deparará aún más calumnias, intrigas, sangre, otros matrimonios y venenos a
esta mujer que fue “una víctima de la historia”.