El astuto Conde de Cavour, primer ministro del rey Víctor Manuel II del Piamonte, quería unificar Italia y emanciparla de la dominación austriaca. Y para llevar adelante sus intenciones, era necesario que Napoleón III se enfrentara a Austria, y que ésta abandonase los territorios ocupados en Italia. Si el piamontés lo lograba, la casa de Saboya se impondría en todo el territorio italiano.
Pero el heredero del bonapartismo no se decidía, y fue entonces cuando Cavour miró detenidamente a su prima. Virginia era una mujer de extremada belleza, según el gusto de la época: cabellos rubios, frente alta, ojos claros y vivaces, fina cintura y moldeadas caderas. Sabía coquetear en cuatro idiomas, bailar con gracia y desenvolverse con inteligencia... ¿Acaso el romántico Luis Napoleón podría resistir los influjos de una mujer semejante?
Para la navidad de 1855, arribó a París Virginia Oldoini, Condesa de Castiglione junto a su esposo e hijo, al parecer, para devolver la visita a una pariente. Muy pronto, fueron llevados a la Corte para ser presentados a Napoleón III y a su emperatriz en un baile imperial. Por ese entonces nadie podía imaginar que esa exótica y seductora muchacha de 18 años, escandalizaría al Beau Monde del Segundo Imperio, sería la amante del Emperador, una sigilosa espía y conmemoraría su extremada vanidad a través de un arte naciente, la fotografía.
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