Eva Duarte, con 15 años, recién llegada a Buenos Aires.
“He tenido que remontarme hacia atrás en el curso de mi vida, para hallar la primera razón de todo lo que ahora me está ocurriendo. Tal vez haya dicho mal “la primera razón” porque la verdad es que siempre he actuado en mi vida más bien impulsada y guiada por mis sentimientos”
Eva Perón “La razón de mi vida”
Cuando los twenties morían, Argentina se despedía del sueño de ser “El Granero del Mundo”, país rico, el puerto del que partían los niños bien, engominados, para tirar manteca al techo en París. Buenos Aires se convertía en “Villa Desocupación” y un general flaco, medio petiso y bigotudo gritaba “Si me paro frente a la Casa Rosada y digo ¡Muera el Peludo!, se acaba el gobierno”. Y no le bastó con gritar, el 6 de setiembre de 1930, José Félix Uriburu derrocaba a Hipólito Irigoyen por la fuerza, y horas después posaba para las fotos, en la casa de gobierno, rodeado de cincuenta mujeres envueltas en sedas y pieles.
La mishiadura, la desesperación, el rastreo febril de ese mango que te haga morfar al decir de Discépolo, recibían en la estación de trenes de Retiro a esos miles de pueblerinos que llegaban a Buenos Aires buscando una oportunidad. Nadie la vio entonces ni le prestó atención, era una más entre tantos. Estaba parada en el medio del andén con su pollera marrón y la maleta de cartón a su lado. Era difícil sospechar siquiera que esa jovencita de quince años, de mirada asustada y pobre como una laucha, “gorrión perdido”, se convertiría en la mujer más importante de la historia argentina.
Eva María había nacido un 7 de mayo de 1919 y era la hija menor de de Juana Ibarguren y Juan Duarte, en un hogar no legalizado. Él era dueño de la estancia La Unión, y su madre, la bella hija de un carrero. Y en Los Toldos, un pueblito perdido en el noroeste de Buenos Aires, todos sabían que Duarte tenía su familia legal en Chivilcoy, y otra con Juana, y los cinco niños nunca reconocidos por el hombre.
Juana Ibarguren cargó entonces sus hijos en el sulky y llegó al velorio de Chivilcoy como “la amante” y fue recibida como tal. Al dolor y la congoja, la pequeña familia le sumó la humillación y el desprecio de la mujer legal de Duarte, y sus conservadores e influyentes parientes. Sólo cuando se hubieron ido los últimos participantes, la pequeña familia de Los Toldos, pudo acercarse a una bóveda cerrada y llorar su tristeza, mientras Evita se pegaba a la falda de su madre sin comprender del todo lo que sucedía.
Pero la historia de dolor, recién comenzaba. Nada había quedado previsto para la pequeña familia. De un momento para otro no había padre, amor, casa y tampoco sustento para vivir, todo había ido a parar a los herederos legales. Y Juana Ibarguren acudió a su máquina de coser, y quizás más, para conseguir una vivienda para sus hijos.
“Mirá la Juana, ya encontró quien la mantenga” decían ahora a viva voz los vecinos que, en vida de Duarte no hacían remilgos, mientras se vinculaba a la madre de Eva con el dueño de la propiedad.
Eva María había comenzado la escuela, pero no tenía amigas, ni siquiera compañeras de colegio. La cerrada y pueblerina sociedad de la época había comenzado a señalarla con el dedo y los padres prohibían a los hijos juntarse con los hijos de “esa”. Su madre era una mujer sin marido, y los hijos estaban marcados.
El resto de su infancia Eva conocería el dolor de la marginación y el desprecio sin entenderlo, simplemente lo vivía. Quizás por ese tiempo comenzó la rebeldía que la acompañó el resto de su vida. Cada vez que comenzaban a señalar a su madre por no estar casada, volvían a mudarse y finalmente la pequeña se acostumbró a vivir entre dos mundos: el que la aceptaba y el otro, que la rechazaba sin conocerla. Los pequeños éxitos en materia social, se los debía a sí misma, a su simpatía y entusiasmo contagioso.
Pero cuando cumplió los catorce años no había manera de que Eva pasara inadvertida. Era una morena de cabellos lacios, delgada y muy bella. Pero sobre todo su voz y su forma de decir las cosas, despertaban admiración en todos los que la conocían. Su exitosa participación en una obra de teatro del colegio, y los rumores que siempre alcanzaban a su familia, la terminaron por convencer: se iría lejos, a Buenos Aires y se convertiría en actriz.
El 22 de enero de 1944 y durante el acto de colecta de fondos para las víctimas del terremoto en San Juan, la persona sentada al lado de Juan Domingo Perón se levantó dejando la silla vacía. Bastó ese segundo para que Eva, recién llegada, se precipitara hacia ese lugar, frente al asombro general y la mirada divertida del hombre. ¿Un golpe de audacia? ¿Una Premonición? Los siete años siguientes, esta mujer dejó de ser humana para convertirse en una leyenda amada y odiada… y entrar a la inmortalidad como EVA PERÓN.
“Desde que yo me acuerdo, cada injusticia me hace doler el alma como si me clavase algo en ella. De cada edad guardo el recuerdo de algunas injusticias que me sublevaron desgarrándome íntimamente.”
In memorian
Ing. Silvia Beatriz Marinaro
Porque siempre serás Eva y yo seré Victoria.
Susana Peiró
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